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No creo descubrir nada al afirmar que
la relación de Harry con su familia es edípica. Reproduce la fantasía
que todo niño construye de modo inconsciente para enfrentarse a la difícil
relación paterno filial. Así, sus padres biológicos no serían
el hombre y la mujer que le criaron y resultarían ser mucho más inteligentes,
ricos y célebres que éstos. Esta descalificación previa permite
al niño gestionar mejor los sentimientos encontrados que sus padres le despiertan,
en ese complejo vaivén de amores y odios. Los padres pasan de ser biológicos
y magos a adoptivos y muggles, lo cual facilita en gran medida el trabajo de separación
emotiva que el niño y el pre-adolescente acometen casi en solitario, proyectando
sus carencias sobre sus progenitores.
En el caso de Harry Potter este proceso natural alcanza un grado sumo al confirmarse
sus sueños infantiles de filiación prestigiosa. Como si de un rey Arturo
infantil se tratase, descubre poco a poco el secreto de su nacimiento. Estirpe de
magos es la suya y aunque Merlín no cabalgará a su lado y tampoco habrá
de arrancar a Excalibur de la piedra, sí poseerá la varita mágica
de pluma de ave fénix y un estigma atravesará su frente, señal
inequívoca de su origen. Harry, al contrario que otros personajes de ficción,
crece y se enfrenta a los cambios propios de la pubertad. Peter Pan es el contraejemplo
paradigmático desterrado en el mundo de nunca jamás. Es un planteamiento
diametralmente opuesto al de Tintín, héroe en un estado latente asexuado
e integrado, o al de Spirou que sin ser niño ni adulto vive una adolescencia
a un tiempo petrificada y eterna. El mundo mágico en el que evoluciona Harry
no le aísla, sino que le obliga a enfrentarse con cambios constantes y dilemas
morales que debe gestionar para salir victorioso vez tras vez.
Harry Potter ejemplifica el triunfo de la narración-acción. J. K. Rowling
privilegia la acción por encima de la descripción de atmósferas
o paisajes que no son sino escenarios, o la presentación de personajes, meros
actores que evolucionan en un mundo de fantasía. Los portadores de la ficción
sólo resultan atractivos en virtud de lo que hacen o dicen y son sus actos
los que los definen. Se trata de una mirada frenética que obedece a una moral
que coincide con la de los adolescentes: El mundo está en un proceso de cambios
constantes, hay que adaptarse a medida que se producen. Heráclito ya lo entendía
así: todo fluye, panta rei. La narración-acción fascina al adolescente
puesto que reproduce a la perfección el ritmo trepidante en el que se desarrolla
su vida.
Podríamos sentirnos tentados y definir Harry Potter como un producto mestizo,
un cuento de hadas posmoderno, envuelto en el embalaje publicitario made in USA.
No se le escapa a nadie que Harry puede entenderse como una Cenicienta masculina,
políticamente correcta, atormentada por su orondo hermanastro. Sin embargo,
sería un juicio errado, puesto que su mundo no está balizado como el
de los cuentos, ya que es sistemáticamente imposible determinar quién
es amigo o enemigo, interpretar los símbolos como hostiles o buenos augurios.
Los personajes no se sitúan de un modo claro y distinto del lado del bien
o del mal. Este tipo de planteamiento narrativo tampoco es nuevo y remite a su modelo
inmediato, el mito del Grial.
El mito del Grial es fecundo y omnipresente por su indefinición y transculturalidad
esenciales. No pertenece en exclusiva a ninguna cultura ya que atraviesa transversalmente
la cultura indoeuropea, cristiana y celta. Las narraciones que se circunscriben a
la saga del Grial se caracterizan por presentar una serie de símbolos convencionales:
las armas místicas, el alce como animal mágico, la prueba del beso,
la marmita y finalmente la cicatriz como marca de un destino excepcional. La saga
de Harry Potter las reúne todas, sin excepción.
De entrada, las lanzas y las espadas del mito del Grial son muy particulares puesto
que pueden curar o matar en función de quién las blanda, del mismo
modo las varitas mágicas en Harry Potter matan o curan dependiendo de la intención
de quien las manipule. El alce blanco es un buen augurio y en Harry Potter es la
figura que adopta su difunto padre para salvarle. El beso aparece en el Perceval,
cuando descubre que el beso de Kundry es el arma que habrá de herirlo de muerte.
En Harry los celadores de la prisión de Azkaban imprimen a los magos malvados
un beso mortífero que les succiona el alma. La lista de analogías es
interminable, en Harry Potter y el cáliz de fuego, nuestro héroe se
ve obligado a ofrecer su sangre en el trascurso de una ceremonia en un cementerio,
en torno a una marmita en la que se pretende devolver la vida a su enemigo declarado,
Lord Voldemort. Con su contribución a la receta de la inmortalidad, la sangre
de Harry se equipara a la de Cristo, capaz pues de garantizar la vida eterna mediante
el misterio de la comunión. Sin olvidar el estigma que atraviesa su frente
que es a la vez prueba de su condena a muerte y de su resurrección. Así,
Harry se inscribe en la tradición de Cristo, muerto y resucitado, portador
de estigmas que atestiguan su potencial redentor.
Pese a toda su exuberancia, subyace a la imaginación creadora de Rowling un
trasfondo conservador, ensalzando el ambiente de las public schools inglesas sin
pudor ni sentido crítico. En realidad la autora no construye un mundo alternativo
ya que el mundo mágico no cesa de remitirnos al sentido común, el menos
común de los sentidos, no lo olvidemos. |
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